jueves, 14 de marzo de 2024

APOLO, EL TERATÓLOGO AFICIONADO

 

Quiero contarte una historia, pero tiene que quedar entre nosotros. No se lo puedes comentar a nadie, porque hice un descubrimiento muy importante que, si llegara a oídos de ciertos gobiernos, acabaría siendo una catástrofe mundial.

Probablemente quiieras saber quién soy, pero por razones de seguridad no te daré mi nombre real. Puedes llamarme Apolo y soy teratólogo aficionado.

¿Que no sabes qué es un teratólogo? Está bien, te lo explicaré. Un teratólogo es un estudioso de las criaturas extrañas, entre las que se encuentran los llamados monstruos domésticos, como el monstruo de los calcetines, el monstruo de las pesadillas, o el monstruo de las galletas y tantos otros que pueblan los hogares de las personas, pero que son invisibles para el ser humano. 

Te voy a contar mi último descubrimiento, pero, como te acabo de decir, debe permanecer en secreto, de lo contrario tendré problemas, la criatura tendrá problemas y sé que tú tendrás problemas por leer esto.

Todo empezó cuando mi padre me preguntó:

— Apolo, los platos ya están lavados. Ponlos a secar haz el favor.

Me encanta hacer construcciones con la vajilla. La pongo al lado del fregadero y coloco los platos, vasos y otras cosas, cuchillos incluidos, para formar construcciones abstractas que con un toque artístico.

Tengo conocimientos de física, por lo que sé cómo funciona la fuerza de la gravedad. A veces coloco los cubiertos como soportes laterales. Son construcciones muy artísticas que duran hasta que se seca la vajilla. Luego todos los cacharros se van a su sitio, pero antes les hago fotos que luego subo a las redes sociales.

Durante años todo ha sido perfecto. Hasta ese día

Sí, ese día toda mi construcción se derrumbó, cayó al suelo sin compasión, haciendo un ruido que despertó a todo el vecindario. Se rompieron muchos platos, vasos y tazas, se disparó un cuchillo contra un armario y se clavó en la madera como una flecha. Por suerte no había nadie en la cocina, pero fue tal el escándalo que, poco a poco, varios vecinos fueron llamando a nuestra puerta y preguntaron.

— ¿Explotó la bombona de gas?

— ¿Cayó una bomba desde un helicóptero?

— ¿Hubo una erupción volcánica en el fregadero de la cocina?

— ¿Surgió de repente una invasión extraterrestre?

Fui a la puerta, pero no la abrí, porque no quería que los vecinos metieran las narices. Si hay algo que les encanta son los chismes, así que simplemente les expliqué:

— No fue nada de eso. Mi padre abrió una botella de champán y el corcho recorrió toda la cocina y derribó casi todos los cubiertos, platos y tazas que había. Es que estábamos de celebración.

Mi pobre padre, con todo el ruido, ni siquiera llgó a despertarse, por eso no entendió, durante los días siguientes, por qué los vecinos le guiñaban el ojo o le hacían comentarios como “qué fiestas tan buenas las de tu apartamento”. Pero no le expliqué nada, pobrecillo, era mejor que siguiera en su ignorancia, pero sí vio la desgracia que pasó en la cocina, así que me dijo en tono enojado:

— ¿Ves cómo no eres tan bueno con esas torres que construyes con la vajilla? Ya sabía yo que esto iba a pasar. Pues vas a comprar una vajilla nueva y la vas a pagar tú...

Ni siquiera protesté. Solo recogí los pedazos esparcidos por el suelo. Pero sabía que no había sido un accidente, no había sido un mal cálculo, no, sabía que ese suceso había sido provocado por una fuerza invisible.

—Y si... —empecé a preguntarme.

Como ya te dije, soy teratólogo aficionado. Conocía todos los monstruos domésticos que viven entre los humanos y los mantenía a raya fuera de mi casa, incluso si eso significaba que vivieran en las casas de mis vecinos.

Y sí, me adivinaste el pensamiento. Se me ocurrió que esta situación embarazosa había sido causada por algún nuevo tipo de monstruo doméstico, desconocido hasta entonces. Por tanto, mi objetivo era documentarlo, registrar su existencia y comprender lo que hace.

Probablemente te estés preguntando cómo puedo registrar un monstruo invisible si en realidad es invisible. Bueno, en este caso tengo que confesar que cuento con un buen equipo de teratólogo, con gafas infrarrojas y escáneres de calor, porque los monstruos, aunque no se vean, dejan huellas energéticas. Es la gran ayuda de la ciencia que ha permitido a los teratólogos descubrir nuevos monstruos domésticos y conocer sus hábitos.



Déjame que te cuente cuál fue mi primera experiencia con monstruos domésticos. Sucedió hace muchos años, cuando yo era niño. Entonces, mis tareas escolares empezaron a desaparecer. Siempre las hacía por la noche, pero cuando iba a guardarlas en mi mochila, simplemente no estaban. En aquellos días no existían los dispositivos que existen hoy en día para realizar un seguimiento de los monstruos domésticos. Sin embargo, tuve una idea de seguir la pista del robo de mis trabajos escolares. Ya por entonces había leído mucho sobre los monstruos domésticos, por lo que podía aprender mucho sobre ellos. Ciertamente temía que fuera un monstruo cometareas el que se había colado en mi casa.

Le preparé una trampa. Hice las tareas con tinta fosforescente que se vería a través del cuerpo del cometareas.

Cuando el ladrón, en medio de la noche, llegó a mi escritorio, rápidamente se comió mis deberes. Pero yo ya estaba listo. Escondido bajo una manta, no tuve ningún problema en seguirlo por el pasillo primero y luego al baño. Solo era cuestión de seguir el resplandor que emanaba de él, pero trepó por la pared, de modo que ya no pude seguirlo.

Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que el monstruo en cuestión me dejara sin tareas. Pero debes saber que esos monstruos no comen cualquier papel, no, solo puede ser de tareas escolares hechas por un niño, por tanto, solo tenía dos opciones: o dejar de hacer mis tareas, o hacerlas de tal manera que le causasen indigestión. La primera hipótesis quedó descartada, en ese momento solo contemplaba la segunda. ¿Pero cómo iba a quitarle las ganas de comerse mis tareas?

Laxante, esa era la solución.

Había pensado que si el laxante funciona en humanos, también funcionaría en otras criaturas con tracto digestivo. Y eso fue lo que hice, empapé la hoja de problemas de matemáticas con un poco de laxante.

Así, cuando el monstruo de los deberes llegó por la noche a mi mesa de estudio y vio aquella lista de cuentas y problemas –ya me había dado cuenta de que amaba las matemáticas–, se arrojó sobre las hojas y las devoró sin masticar.

“GRRRRGÑÑÑÑ” sus entrañas rápidamente comenzaron a retumbar. Era obvio que tendría que ir al baño de inmediato.

La criatura se escabulló, no sin antes caerle encima un saco de harina que, con las prisas, ni siquiera había visto y que la hacía visible. Allí aproveché para tomarle algunas fotos.

Y así fue mi primer encuentro con un monstruo comedor de tareas, que, por cierto, nunca volví a ver.



Por tanto, ahora tenía que enfrentarse a otro encuentro con una nueva raza de monstruo doméstico, del cuya existencia solo tenía sospechas. Mi hipótesis era que se trataba de una especie de monstruo doméstico, cuyo origen desconocía, pero al que le encantaba derribar cosas en los hogares humanos. Quizás se alimentaba del ruido de los objetos que caían, como otros monstruos se alimentan de las pesadillas. Quizás incluso por culpa de esas criaturas se explicaría por qué a veces los humanos nos caemos sin motivo en casa. Mi hipótesis es que consiguen hacernos caer porque varios de ellos conviven en la misma casa y hacen una especie de zancadilla.

También en ese momento tuve una idea de cómo hacerlo visible y, además, documentar su existencia.

Para eso iba a darle lo que más deseaba: una torre de platos, tazas y vasos que llegaran hasta el techo, una torre tan tentadora que no habría ningún monstruo derribador que permaneciera indiferente.

Como mi padre me había pedido que comprara una vajilla nueva, eso hice, pero no compré una, sino dos. La segunda era toda de plástico, de esas para acampar. Así, levanté dos torres que ni siquiera en mis mejores sueños, con cálculos muy precisos.

La primera estaba hecha con la vajilla tradicional, pero usé pegamento. Sí, pegué todas las piezas. La segunds fue la de plástico, pero ahí simplemente coloqué las piezas en equilibrio, como siempre hacía.

Y luego, todo fue cuestión de esperar. Ningún teratólogo puede impacientarse, porque los monstruos domésticos aparecen cuando menos se los espera. Si perdemos la paciencia, el monstruo puede detectarnos, y eso supone un fiasco para cualquier investigación.

De todos modos, como te dije, yo le había puesto trampas. Sabía bien que el monstruo se sentía confiado, siempre protegido por su invisibilidad. La cámara de infrarrojos y el sensor de calor estaban listos, mientras yo contemplaba todo desde mi habitación.

Finalmente apareció la criatura. Por los registros que me llegaron, vi que era un monstruo bastante pequeño, del tamaño de un monstruo de las galletas. Sin embargo, saltaba muy ligero, como un saltamontes o una chicharra.

Se acercó a la primera torre y buscó la pieza que provocaría el colapso de toda la estructura si se retiraba. Era un tenedor. Lo empujó con los brazos, pero no se movió. Lo intentó repetidamente. Fue inútil. Intentó incluso con otros elementos que se podían quitar para que la torre se cayera, pero el pobre ni siquiera podía imaginarse que toda la estructura estaba bien pegada. Le dio varias patadas, señal evidente de su frustración.

De repente, vio la segunda torre, la construida con platos de plástico. Ni siquiera buscó el punto débil, se lanzó hacia ella sin pestañear, como una locomotora, lleno de furia.

Entonces sí, toda la estructura cedió y la vajilla cayó al suelo, pero apenas hizo ruido.

El pequeño monstruo se quedó congelado por unos momentos y luego comenzó a dar saltitos nuevamente. Estaba enojado, furioso. ¿Cómo era posible? Y como no vio dónde saltaba, se cayó en un balde lleno de harina que yo había dejado por allí a propósito.

Allí pude tomar otra serie de fotografías que documentaron la existencia de la criatura, su tamaño y sus técnicas.

Pero también comprendí rápidamente que era un riesgo que se conociera la existencia de tal criatura. Si fuera capturada y entrenada por algún gobierno con malas intenciones, su actuación sería un desastre.

Sin embargo, no me deshice del pequeño monstruo. De vez en cuando le montaba una torre hecha con piezas de Lego para que él las tirara al suelo y así se quedara satisfecho. Pero todo lo que he observado y observo lo guardo para mí. Y si te he contado esta historia es porque confío en ti y confío en tu discreción. De lo contrario, enviaré al pequeño monstruo a tu casa y ya verás lo que pasa.


Frantz Ferentz, 2024


viernes, 16 de febrero de 2024

UN ZAPATO DE CADA PAR

  


Esa mañana, el nuevo maestro llegó a la clase.

Y todos se lo quedaron miraron, porque nadie podía creer lo que veía.

No es que se vistiera de malabarista, ni que tuviera cabeza de búho, ni que hablara en el lenguaje de las abejas.

No, no era nada así en absoluto.

Era simplemente que sus zapatos no eran normales.

En el pie derecho tenía un zapato y en el derecho otro diferente.

Hay gente a la que le gustan los calcetines diferentes, uno de cada color, pero no es frecuente que alguien use dos zapatos diferentes.

Pero así era con el nuevo profe.

Por eso, desde el primer día, los alumnos sintieron más curiosidad por los pies del maestro que por lo que enseñaba; muchos de ellos ni siquiera sabían lo que enseñaba, solo se fijaban en sus pies.

Cada día, el profesor acudía a clase con dos zapatos diferentes.

¿Qué misterio escondía?

Había tanta curiosidad entre los estudiantes que decidieron unir sus mentes para descubrir el motivo.

Primero decidieron crear una lista en internet donde todos darían su opinión del por qué.

Luego idearían un plan para descubrir por qué.

En un sitio web secreto plantearon la pregunta:

  • desmarcada

    ¿Por qué crees que el nuevo profesor siempre viene con un zapato diferente en cada pie?

Las respuestas tardaron muy poco en llegar. Se veían así:

  • selecionada

    Porque está muy, muy distraído y ni siquiera se da cuenta de que lleva zapatos diferentes. (6 votos)

  • selecionada

    Porque es corto de vista y ni siquiera se nota la diferencia entre los zapatos. (5 votos)

  • selecionada

    Porque es un excéntrico (4 votos)

  • selecionada

    Porque todos los zapatos que tiene en casa son solo de un pie (2 votos)

  • selecionada

    Porque no tiene dinero para comprar pares de zapatos completos (1 voto).

Era una situación complicada.

Había infinidad de posibilidades.

¿Cómo sabrían la verdadera razón por la cual el profe venía todos los días, sin excepción, con dos zapatos diferentes?

Y cuando estaban a punto de idear el plan para descubrir el motivo del misterio del nuevo maestro, vieron que no hacía falta.

Fue durante el recreo, mientras el profesor vigilaba el patio, que sintió que le picaba el pie, precisamente el derecho.

Quizás se le había metido una piedra.

La cosa fue que el profesor se quitó el zapato derecho y empezó a rascarse la planta.

Todos los alumnos de la clase notaron entonces un detalle en el pie del profe.

Era un pie izquierdo que estaba en lugar del pie derecho.

Por tanto, tenía dos pies izquierdos y ningún pie derecho.

¡¡Por eso los dos zapatos eran diferentes!!

© Frantz Ferentz, 2024


martes, 13 de febrero de 2024

LOS LIBROS QUE DABAN MIEDO

 


La madre de Sofia estaba muy preocupada. Su hija, de cinco años, tenía miedo de los libros. Intentaron explicarle que los libros son amigos, que nada malo le podían hacer los libros, pero ella insistía que sus libros le daban miedo. Hasta hablaron con la psicóloga del jardín de infancia, quien también intentó explicarle que sus libros eran buenos. Pero todo fue inútil, la niña se escondía debajo de las mantas y solo quería oír los cuentos contados por su madre, nada de tenerlos cerca. A veces, Sofia incluso se refugiaba en la cama de sus padres, porque decía que los libros la miraban y la niña estaba muy asustada.
— No es bueno que Sofia tenga miedo de los libros —comentaba el padre—. Si no le gustan, de mayor será una ignorante porque no podrá estudiar.
La madre estaba de acuerdo con la opinión del padre, pero ninguno de ellos sabía qué se podía hacer. Sin embargo, el problema de Sofia resultó estar repitiéndose por el barrio. Otros críos de su edad comenzaron a decir que también tenían miedo de los libros. Los padres se reunieron, contrataron psicólogos, pero era inútil, por lo menos diez crios tenían terror de sus libros y no hacían más que lamentarse de que tenían pesadillas nocturnas de monstruos salidos de los libros...
Hasta que la abuela Cristina, maestra jubilada, fue a visitar a su familia. Cuando los padres de Sofia le contaron lo que pasaba, ella quiso ver los libros. Cogió algunos de ellos y empezó a hojearlos. Ella misma tuvo que reconocer que había sentido miedo.
— ¿Pero vosotros habéis visto los dibujos de estos libros? —preguntó la abuela Cristina.
— Claro. Estos álbumes son un superéxito editorial. ¿Qué tienen que particular? —quisieron saber los padres.
— En mis tiempos —empezó a explicar la abuela—, los dibujos estaban hechos para acompañar a los textos, pero estos libros, todos los que la niña tiene aquí, fijaos, dan miedo. ¿Vosotros habéis visto estas narices picudas? ¿Y tanto color gris? ¿Y estas rayas que parece que quieren saltar a los ojos? ¿Pero si a mí misma me entran ganas de cerrar estos libros y ponerlos en órbita!
Los padres se quedaron muy sorprendidos. No obstante, tenían mucha confianza en la abuela Cristina. Por eso, hablaron con los otros padres, pues todos los niños iban al mismo jardín de infancia y leían los mismos libros. Dejaron a la abuela Cristina hacer una prueba: ella les regaló libros con imágenes a colores y formas redondas. Los críos reaccionaron de una forma diferente al ver aquellos libros. Les gustaban, ya no les tenían miedo...
— Niños —dijo la abuela Cristina—, ahora, haced algo muy divertido. Poned vuestros libros nuevos debajo de la cama, abiertos por estas ilustraciones tan lindas.
Nadie entendía nada, ni los padres ni los hijos.
— Haced como os digo —insistió la anciana.
Y obedecieron. Inmediatamente, se oyeron gritos interdimensionales de terror. Eran criaturas asustaniños que no resistían aquellas imágenes bonitas, tan diferentes de las ilustraciones de bichos picudos. Huyeron todos de sus escondrijos debajo de las camas y regresaron a sus antros.
En ese mismo instante, en un plano dimensional diferente, el responsable del Cuadrante AP5XBAlpha informaba a  jefe, Aterrador Máximo, de que el plan de cambiar los sustos debajo de la cama por usar ilustraciones terroríficas había sido un fiasco y que, si querían seguir asustando crías humanas, tendrían que idear un nuevo plan, pero hasta que ese momento llegase, los humanos más jóvenes podría dormir tranquilos de noche.

© Frantz Ferentz, 2014/2020





EL VELERO CRECIMENGUANTE




La gente siempre recibe regalos por Navidad. Pueden ser muchas cosas: una caja de bombones, un jersey, un juguete… en definitiva, pueden ser muchas cosas, pero lo que no ocurre muchas veces es que se trate de un objeto mágico.

Sí, exactamente eso, un objeto mágico. Vayamos por partes.

Caleido iba a cumplir dieciséis años pronto, así que había pedido como regalo de Navidad un velero para surcar los mares, para salir con sus amigos a navegar por las costas de su país en el Hemisferio Sur, donde las playas eran de arena fina y el el mar tenía un color turquesa brillante.

Y allí estaba, colgado en la pared, su regalo en forma de calcetín, como manda la tradición.

Entonces, cuando lo vio, Caleido se quedó muy decepcionado, pues dentro del calcetín navideño solo había una pequeña caja envuelta en papel de regalo que parecía un rompecabezas gigante. En ese momento, sus padres no parecieron escuchar sus sugerencias de que quería un barco real para navegar con amigos en el verano.

Aquí tienes tu regalo, hijo dijo la madre, entregándole el paquete.

Lo desenvolvió y vio una caja. No era un paquete de rompecabezas ni siquiera un modelo de, por ejemplo, la Torre Eiffel. No, nada de eso. La caja no tenía nada escrito, era una simple caja de cartón.

Tenía una tapa que se abría girándola hacia arriba. Dentro de la caja había un barco, sí. Era muy bonito, de madera, con timón y vela blanca. Tenía capacidad para al menos seis personas a bordo, pero tendrían que ser del tamaño de un pulgar.

— ¿Es una broma? —preguntó Caleido.

— Hijo —explicó el padre—, no tenemos dinero para comprarte un velero de verdad...

— Pero yo quería navegar con mis amigos...

— De todos modos, lee lo que dice aquí en este folleto que viene con el barquito.

Caleido ni siquiera se había dado cuenta de que, efectivamente, había un papel doblado en el fondo de la caja. Lo tomó y lo desdobló. Era una especie de manual de instrucciones del velero.

Las instrucciones fueron muy breves. Solo decía:

«El velero crece y mengua. Este barco de juguete se convierte en un velero real y aterriza en el agua. Para volver a su estado de juguete es necesario que el velero se pose en tierra sin tener contacto con el agua. Luego, vuelva a guardarlo en su caja hasta que llegue el momento de zarpar nuevamente.»

— ¿Pero estáis de guasa? —Caleido preguntó a sus padres.

Pero no, no era ninguna una broma.



Los padres de Caleido sabían perfectamente lo que quería su hijo, pero como ya le había dicho su madre, no tenían dinero para comprarle un barco de verdad. Malamente pagaban la hipoteca cada mes como para invertir miles de euros en un velero, pero el hijo estaba obsesionado con tener un barco para presumir ante sus amigos.

Entonces los padres buscaron en internet una balsa inflable o algo así, porque era todo lo que podían permitirse. Guglearon hasta que encontraron aquello.

Al principio, incluso parecía una broma, pero cuando hicieron clic en el enlace decía barco que crece y mengua. Fue algo que los sorprendió. Pero finalmente lo compraron: un barco de juguete que, al contacto con el agua, crecía hasta convertirse en un barco real.

Era imposible, pero iban a arriesgarse. Llamaron al número del anuncio. Respondió una voz que sonaba humana, pero con acento de cabra. Los padres de Caleido expresaron sus dudas, pero la señora con voz de cabra les dijo que podían venir al puerto para ver con sus propios ojos cómo era el barco que anunciaban.

Los padres estaban desesperados. Fueron a comprobar si el barco tenía las propiedades que anunciaban en el anuncio. Ya los esperaba un tipo vestido con capa y capucha, con un aire muy misterioso, como de mago.

— Señora y señor Cuscuz, contemplen el barco —dijo el chico.

— ¿Dónde está? —preguntó la madre.

— Aquí.

Y se sacó de su manga el barquito, que era de verdad un juguete, y lo arrojó al agua.

BLOP, sonó.

Y al instante el barco creció, creció y creció hasta convertirse en un barco normal. Todo en cuestión de segundos.

— ¿Están viendo? —preguntó el tipo misterioso.

Pero los padres se quedaron sin palabras. A continuación, el hombre levantó el velero con grúas y lo colocó en la superficie seca del muelle. Inmediatamente el barco se encogió, se encogió, se encogió y volvió al tamaño de un juguete.

El hombre lo tomó en la palma de su mano y los padres Caleido dijeron al unísono:

— ¡Lo compramos!



Y así fue como el Caleido recibió aquel extraño regalo. Tanto fue así que, al principio, ni siquiera creía que fuera real, pero sus padres le juraron y perjuraron que ese barco que crecía y menguaba era real.

Caleido se creyó las palabras de los padres y se dirigió al puerto. Hacía un día espléndido, con sol y una temperatura muy agradable que invitaba a navegar e incluso a bañarse frente a la costa.

El chico soltó el barquito desde el muelle tratando de que el velero no perdiera el equilibrio y cayese boca abajo. Tuvo que tumbarse en el suelo para, alargando el brazo hacia abajo lo más posible, dejando que su mano no estuviera a más de unos metros del suelo.

SHOF.

El barco amerizó bien. Caleido dejó escapar un suspiro de alivio y se puso a pensar:

«Espero que ocurra...»

Pero su mente ni siquiera había completado el pensamiento cuando sonó algo como:

¡VROOOOMMMM!

El velero ya había alcanzado el tamaño de un barco real. Era muy bonito, con una vela blanca inmaculada y madera de la mejor calidad.

Caleido dio un salto a cubierta. Las tablas del suelo crujieron. ¡Qué maravilla! El chico no podía creer que finalmente tuviera su propio velero. Entonces se dio cuenta de que el barco iba a ser arrastrado por la corriente.

— ¡El ancla!

Efectivamente, tuvo que echar el ancla para que el velero se quedara quieto, porque no estaba amarrado. Todos los conocimientos náuticos que poseía Caleido eran teóricos, aprendidos en cursos descargados de internet. Pero aun así sabía mucho sobre navegación.

Cuando todo estuvo bajo control, hizo lo que había querido hacer durante años: invitar a todos sus amigos del colegio a que lo acompañaran en una excursión en barco. Para ello recurrió a un grupo de compañeros de la escuela con una aplicación de mensajería, entre los que se encontraban un par de profesores, pero que seguramente no irían a dar un paseo en el velero. El mensaje llegó a todos en cuestión de segundos y, como era sábado, la mayoría de los compañeros de clase Caleido se dirigieron al puerto.

Media hora más tarde estaban todos a bordo. Y todos trajeron comida y bebida, como se les había dicho en el mensaje.

Todo hacía prometer que sería un día inolvidable para todos ellos.

Y lo fue.



Efectivamente, fue un día en el que todos los chicos disfrutaron como nunca en sus vidas. Caleido ni siquiera sabía cuántas personas había a bordo, porque hubo una fiesta con música, comida y bebida que duró todo el día.

Hasta que el sol empezó a ponerse. Entonces Caleido dijo algo que sorprendió a sus compañeros.

— Y ahora, debéis saber que este velero es mágico, se convierte en un juguete cuando está fuera del agua, en seco.

Aquellas palabras sonaron como una broma. Todos se rieron a carcajadas.

— ¡No es una broma, es verdad! —insistió el chico cuando el barco ya estaba en el muelle.

Pero todos se siguieron riendo. Sin embargo, Caleido no permitió que el velero tocara el muelle para que todos los compañeros desembarcaran, se quedó a un metro de distancia.

— ¡Necesito vuestra ayuda! Hagamos una lluvia de ideas. Si alguien sabe cómo sacar el barco del agua, se ganará una semana de crucero en mi velero.

La propuesta sonaba muy bien. ¿Por qué no intentarlo?

— Mis padres practican yoga y creen en la fuerza mental. Si nos sentamos en círculo y nos concentramos, podemos hacer que el barco flote— explica Alinó, una compañera de Caleido.

— Probemos, probemos —propuso Caleido todo entusiasta.

De mala gana, todos se sentaron en el suelo, tomados de la mano, mientras Alina dirigía a todos.

— Respira hondo, siente tu respiración, cree que juntos podemos hacer levitar esta nave... —decía Alina con los ojos cerrados.

Experimentaron y experimentaron con todas sus fuerzas, con tanto esfuerzo que alguien incluso se tiró un pedo y, al esparcerse olor por el aire, sacó de su concentración al resto de los compañeros de Caleido.

— ¡Qué peste!

— ¡Guarro, haz eso en tu casa!

— ¡Cerdo!

Todos se quejaron, pero nadie sabía quién era el responsable de las flatulencias.

— Tenemos que intentar otra cosa –dijo entonces Caleido.

— ¡Pero yo ya quiero volver a casa! —protestó alguien.

— De aquí no se va nadie hasta que el barco tenga el tamaño de un juguete.

Hubo más protestas, pero Caleido se mantuvo firme.

— Tengo una idea —dijo Mariola.

— ¿Y cuál es? —preguntó Caleido.

— Verás, la cosa es coger mucho impulso y navegar hasta la playa a toda velocidad. Si coges demasiado impulso, el barco saldrá del agua y se adentrará en la arena.

Pero el nerdo de la clase, Máculo, respondió:

— Con la velocidad del viento, la dirección de la corriente del agua, el peso de este velero, te digo que eso no será posible. El velero se quedará varado en la arena, una parte seca y otra mojada.

Los compañeros de Caleido sabían que Macúlo tenía razón. Tenía un cerebrito prodigioso para hacer cálculos físicos. Si él lo decía, sería verdad.

Pero la confesión de Máculo enfureció al resto de compañeros, quienes decidieron saltar por la borda, uno tras otro, y nadar de regreso a la playa, porque no estaba tan lejos.

Y así fue como Caleido se quedó solo en su velero, a punto de llorar, porque parecía una pesadilla. De repente, una mano se posó en su hombro y una voz de niña le dijo:

— Estoy aquí para ayudarte, no te preocupes.

Caleido se giró. Allí estaba ella, Loya, la chica más impopular de toda la clase.



Loya era todo lo contrario a popular en clase de Caleido y compañía. Estaba gordita y por eso no querían tenerla cerca. Siempre era la misma vaina.

Durante la excursión, ella también subió al velero, pero pasó sin que la vieran, por lo que se sentó en la proa, como si quisiera ser invisible.

— ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Caleido en una mezcla de molestia y alivio. Molesto, porque no le agradaba la chica, al igual que al resto de sus compañeros; alivio, porque no estaba solo, ya que todos habían huido y lo habían dejado solo con su problema.

— Ayudarte —respondió ella.

—  ¿Y como?

— Con la cabeza

— ¿Quieres dar cabezazos al barco para ver si así se hunde?

— No digas bobadas –replicó riéndose, y su risa sonó contagiosa, porque Caleido nunca había oído reír a su compañera—. Solo digo que es cuestión de poner a trabajar tu cabeza, que0 uses el cerebro.

— ¿Y qué sugieres?

— Verás —empezó a explicar— en este océano nuestro las mareas son muy fuertes. La diferencia entre marea alta y marea baja es de muchos metros. Luego, basta con dejar el velero frente al paseo marítimo, y esperar. Así, si el mar retrocede con la marea baja, el barco quedará en la arena.

— Pero me pondrán una buena multa si me pillan con el velero en la arena.

— Si, como dices, el barco se convierte en un juguete cuando esté posado en el suelo, ni siquiera llegarán a ver el barco.

Caleido pensó que no tenía nada que perder. Puso la vela al viento para guiar el barco hacia la orilla, echó el ancla y esperó.

Al cabo de tres horas y media, la marea había bajado demasiado como para que todo el casco del velero quedara sobre la arena, sin contacto con el agua. Y justo en ese momento empezó a chillar. Era una señal de que iba a disminuir. El Caleido saltó a la arena y unos segundos después, el velero se convirtió en un juguete.

— ¡Hurra! —gritó alegremente el niño.

Cogió el barco, lo metió en su caja y se apresuró a regresar a casa. Los padres ya estarían preocupados, y además su estómago protestaba de hambre.

Y justo antes de cerrar los ojos, recibió una llamada en su celular.

— ¿Hola?

— Caleido, ayúdame.

— ¿Loya? ¿Dónde estás?

— ¡En tu barco! Cuando menguó, yo todavía estaba a bordo y no conseguí saltar, como lo hiciste tú.

Caleido se dio cuenta entonces de que después de recoger el velero, ni siquiera se preocupó de la pobre chica. Tenía que hacer algo por ella. Pero ya sería al día siguiente, de noche era mejor descansar. No obstante, como tenía su corazoncito, fue a la cocina por una galleta, la desmenuzó y la colocó en el piso del velero para que Loia no se muriera de hambre hasta el día siguiente.


© Frantz Ferentz, 2024